La evangelización es diálogo, pero busca sacar de las tinieblas al otro
Diálogo ecuménico, apologética y mandato apostólico

El Gran Constantino. Se le debe mucho, sin dudas. Pero introdujo gérmenes nefastos de división, que fructificarían con los siglos
No se trata de cómo vaya el trámite concreto del “diálogo” ecuménico en la actualidad. Ése no es el fin de este artículo, es decir, el de informar sobre este asunto de actualidad. La idea es ver cuáles son las pretensiones erróneas, en cuanto a la eclesiología y el Primado, de quienes están apartados de la Fe, para poner cuáles son las verdades que se les oponen. Sólo así se los puede traer a misericordia, lo cual es la idea, absolutamente, en lo que a ellos respecta: traerlos a la comunión plena con todas las verdades de la Fe. Al tiempo que, con eso, se reafirma a los que están en la Iglesia y, por estar en situación mediocre, ven con recelo las divisiones, les producen dudas: “¿estaré de verdad en la Iglesia de Jesucristo?”: cumplimos la misión de Cristo, que no vino a “quebrar la caña cascada ni a apagar el pabilo vacilante” (Isa. XLII,3). El artículo mostrará sin dudas que no hay otra Iglesia del Señor, fuera de la original, Aquélla contra la que no han podido, pueden ni podrán las puertas del infierno. Sin embargo, hay un asunto adicional y previo: este artículo tiene que servir para todos aquéllos que, tergiversando a San Juan, dicen que “sentarse con el hereje es perversión” (cfr. II Jn. 10-11): la Iglesia tiene que reunir a todos los cristianos, que tienen que formar un solo Cuerpo, un solo Rebaño (Jn. X,16; Ef. IV,4-6); y el que va a evangelizar, tiene que hablar con infieles, no hay otro modo de hacerlo, de cumplir con el mandato apostólico del Señor (Mt. XXVIII,18-20). De esta forma, este artículo busca tres fines de mucha importancia y busca “matar estos tres pájaros, de un solo tiro”. Si me acompañan, seguro que ganamos cosas muy excelentes, seguro que nos preparamos para subir al Tabor, aunque sea por un rato y una vez… que sea la primera de muchas. Ir al Tabor, ascendiendo por la vía de las verdades más importantes y fundamentales: ésa es herramienta necesaria, en estos tiempos espantosos, en esta etapa de la historia en que nos preparamos para pelear las más duras batallas; en la etapa posterior a la Relatio post Disceptationem, del 13 de octubre pasado, un verdadero hito histórico, la declaración de guerra más temeraria del enemigo, que, sin dudas, anda envalentonado, seguro de su victoria. Vamos a darle duro, al Tabor por la verdad, nos lo requiere el Bien mismo subsistente, nuestro Amor, nuestro sentido, el Comandante de la rebelión de la esencia…
Herejes y cismáticos no admiten la evidencia
No obstante la conclusión a la que se ha llegado los dos artículos anteriores, sobre los fundamentos bíblicos e históricos del Primado (La Cátedra de Pedro, principio constitutivo de la Iglesia, reconocida universalmente, en todo el Primer Milenio, primera parte, y La Cátedra de Pedro, principio constitutivo de la Iglesia, reconocida universalmente, en todo el Primer Milenio, segunda parte), y de toda la evidencia que la apoya, quizás todavía no sea suficiente lo aportado. En efecto, con los siglos, objeciones a lo dicho se han hecho fundamentales para el modo de ver el mundo y la propia Fe cristiana de muchas personas, que se han formado como herederos de legados pluriseculares en cuanto al modo de entender el mensaje de Nuestro Señor; y, por tal razón, muchos tienen una incapacidad relativa para aceptar incluso evidencias como las presentadas. Es el caso principalmente de los así llamados ‘ortodoxos’, los anglicanos y los luteranos. Dado el peso de la historia, es muy difícil pensar en culpas de los respectivos fieles de estas comunidades, incluso de sus más altos representantes, por lo que la comprensión debe prevalecer; mas este rasgo del espíritu con que se debe afrontar el diálogo o la discusión constructiva no puede de ningún modo desconocer o tapar el hecho de que Jesús es el Fundador de la Iglesia. Que Él la estableció sobre una Jerarquía, y en ella dispuso un servicio primacial, destinado a salvaguardar la unidad de su Reino; el cual le confió a Pedro y a quienes, por la sucesión apostólica, ejercieran su autoridad. Las objeciones respecto del Primado de Pedro tienen plantada su raíz en la propia eclesiología de cada una de las confesiones, por lo que ésta tiene que entrar en el ámbito de estas consideraciones. En el estado que tenía, en la década pasada, el diálogo inaugurado por el Papa Juan Pablo II, tendiente a la reunificación de los cristianos, se pueden observar las más importantes de estas objeciones (Nicola Bux. La doctrina del Primado Petrino en el contexto del Ecumenismo. En: El Primado del sucesor de Pedro en el Magisterio de la Iglesia. Consideraciones de la Congregación para la Doctrina de la Fe. [Con] comentarios [de teólogos]. Libros Palabra. Madrid, 2003. pp. 223-273. Sobre los argumentos de las distintas confesiones cristianas en el diálogo ecuménico, me fundaré también en este artículo).
Los así llamados ‘ortodoxos’
Entre los así llamados ‘ortodoxos’, se niega que el Señor haya transferido ningún Primado a Pedro (una variante de este argumento asevera que sólo Jesús es Cabeza de la Iglesia; aunque no es la única variante) o que el Obispo de Roma conserve el papel de Pedro entre los apóstoles; mientras que se afirma que todo obispo es sucesor de Pedro y ninguno en particular está destinado al Primado por derecho divino. Además, según ellos, entre los obispos no hay jerarquía, pues no la había entre los apóstoles. El Papa sólo tiene un primado de honor “inter pares”. El patriarca Bartolomé de Constantinopla asegura que, cuando Jesús dijo a Pedro “tú eres Pedro y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia”, no se refería a su persona, sino a su fe, de modo que cualquiera que confiese que el Señor es “el Mesías el Hijo de Dios Vivo”, es la Roca. Por otra parte, algunos afirman que Roma perdió el primado en el incidente en que se separaron las iglesias Católica y Ortodoxa; la Iglesia de Roma se ha apartado de la ortodoxia, alterando el Credo (insertando el filioque, es decir, la fórmula según la cual el Espíritu Santo procede no sólo del Padre, sino del Padre y “también del hijo”) y, por ello, ha perdido el Primado. Para ellos, el Primado (servicio y fundamento visible de la unidad) es el principal obstáculo para la unidad de los cristianos; o, por lo menos, de católicos y los así llamados ‘ortodoxos’. El gobierno supremo de la Iglesia de Jesucristo se ejerce de forma sinodal, por concilios, como lo hacen las iglesias orientales, con sus metropolitas y patriarcas, no por un Primado del Obispo de Roma, como se pretende entre los católicos, inspirado por los poderes imperiales (abajo se verá que esto se puede atribuir a la Iglesia Ortodoxa, no a la Católica).
Antes de responder a cada una de estas objeciones, ha de advertirse que entre ellas hay algunas que contradicen a otras, mas eso no debe ser obstáculo para responder a todas, aunque no se puede olvidar la fuente de cada una de esas contradicciones.
Sólo Cristo es la Cabeza
Respecto del asunto de que sólo Jesús es la Cabeza, se puede citar la clásica fórmula de León Magno (440-461) para explicar la naturaleza del Primado del Obispo de Roma: “aunque yo [Cristo] sea la piedra indestructible, la piedra angular, aunque yo sea el fundamento fuera del cual nada puede ser colocado, sin embargo, también tú eres piedra, porque mi fuerza te ha reforzado, de modo que lo que me pertenece como algo propio por poder, te sea común conmigo por participación” (Homilía 70,1; 95,2: SC 200, 61; 269. Citado por: Roland Minnerath. La tradición doctrinal del Primado de Pedro en el primer milenio. En: El Primado del sucesor de Pedro en el Magisterio de la Iglesia. Consideraciones de la Congregación para la Doctrina de la Fe. En: ibíd., pp. 67-102). No se puede olvidar aquí que Dios actúa en la Historia de su Pueblo, de ordinario, de manera sacramental: la gracia, don invisible, la confiere mediante signos sensibles; y la unidad de la Iglesia, por un sólo Espíritu, un Sacrificio y una Cabeza, tiene signos visibles, entre los que está el ministerio de un pastor-vicario, erigido tal por Jesús, que es San Pedro y quien lo suceda en la Sede Apostólica de Roma: “precisamente la estructura sacramental de la Iglesia es el horizonte de los testimonios del Nuevo Testamento y de los primeros Padres sobre el Primado, pues eran conscientes de que el misterio invisible de la Iglesia es visible en el sacramento” (Bux. Loc. cit. p. 233,1). Cuestión absolutamente necesaria, incluso frente a las ilegítimas interferencias de los poderes civiles, como lo ha mostrado la historia tantas veces y según se verá detenidamente más abajo.
Pedro es la Piedra, su misión no decae, decae el que se aparta de él
Ahora, el asunto principal está en si Cristo instituyó efectivamente el Primado de Pedro o no, si éste se transmite a sus sucesores, si sus sucesores legítimos son los Obispos de Roma hasta hoy, sin que lo hayan perdido al separarse los así llamados ‘ortodoxos’ y católicos, y si ese Primado incluye potestades jurisdiccionales o sólo es de honor. Según el Patriarca Bartolomé, las palabras transmitidas por San Mateo (XVI,16-18) no significan la constitución de ningún Primado sobre los hombros de Pedro, sino que la Fe es la Roca de la Iglesia. Veamos esas palabras más detenidamente: “bienaventurado eres Simón, hijo de Juan, porque eso no te lo ha revelado ni la carne ni la sangre, sino mi Padre que está en los cielos. Y a ti te digo que tú eres Pedro y sobre esta Piedra edificaré mi Iglesia y las puertas del infierno no podrán contra Ella. Te daré las llaves del Reino de los cielos, lo que atareis en la tierra será atado en el cielo, lo que desatareis en la tierra será desatado en el cielo”. En ningún momento cambia la segunda persona singular en los respectivos complementos directos e indirectos de cada verbo: ‘revelado’ y ‘te’; ‘digo’ y ‘a ti te’; ‘daré’ y ‘te’. Igualmente, en los verbos de los que el sujeto no es el Padre o Jesús, el sujeto es Pedro o la segunda persona del singular: ‘eres’ y ‘Simón’; ‘eres Pedro’ ‘tú’; ‘atareis’ y ‘desatareis’ y el sujeto tácito ‘tú’. ¿Dónde se puede justificar el cambio de la persona de Pedro a la Fe expresada por él en la frase ‘sobre esta Piedra’? No ciertamente en el juego de palabras Pedro-Piedra, pues ‘Pedro’ es ‘Piedra’.
En San Mateo, X,2, y en San Juan, II,42, es claro que la intención de Jesús era constituir a Pedro como “Piedra” y en un servicio primacial: “los nombres de los doce apóstoles son éstos: primero, Simón, llamado Pedro”; y: “fijando [Jesús] la vista en él, dijo: Tú eres Simón, el hijo de Juan; tú serás llamado Cephas, que quiere decir Pedro”. Pero, si no se aceptan estos textos como concluyentes, en virtud de la interpretación del patriarca, con el respeto que nos merece, ¿dónde quedan los textos de San Juan, XX,15-19, y San Lucas, XXII,31-34? Estos textos no autorizan otra interpretación que el conferimiento de un Primado a Pedro; y en conjunción con San Mateo, XVI,16-19, y X,2, no pueden quedar dudas sobre las intenciones de Jesús. Por ello, siendo Jesús Dios hecho hombre, siendo Dios Todopoderoso y estando destinada su Iglesia a durar hasta la consumación de los tiempos y más allá, el Primado no se pierde por nada del mundo, pues nada se puede contra Dios y su Voluntad y Jesús anunció, sin lugar a malentendidos, cuál era su Querer. Por lo que el argumento de la separación es inválido; es más, dado lo que se ha visto hasta aquí, en retrospectiva, uno de los puntos doctrinales de los que partió el incidente que produjo la separación: la Espiración de la Tercera Persona de la Santísima Trinidad, debía ser revisado por estos hermanos en la Fe. Y, sobre todo, se tiene que revisar el punto que es el más importante: el del pretendido lugar de los patriarcas de Constantinopla y de otros patriarcados ecuménicos, así como el del Papa.
Los apóstoles y los padres reconocieron su lugar a Pedro
El razonamiento según el cual los apóstoles no reconocieron ningún Primado a Pedro es muy curioso, dado que tres evangelistas, Mateo, Lucas y Juan, de los que dos estaban entre los doce, son los que consignan los tres textos primaciales clásicos y más importantes. Igualmente, San Pablo, para acreditarse ante los Gálatas, con juramento ante Dios incluido, les asegura que, sin “consejo de la carne o de la sangre”, estuvo en Arabia y Damasco, y, “pasados tres años, subí a Jerusalén a conocer a Cephas” (Ga, I,16-20).
Pero Los Hechos de los Apóstoles son especialmente claros. En los primeros quince capítulos, hasta el Concilio de Jerusalén y antes de concentrarse de lleno en las misiones de San Pablo, nombran a Pedro cincuenta veces; es el Apóstol más nombrado, por mucho: Felipe es nombrado quince veces, pero sólo en dos incidentes (el de Samaria, en el que también aparecen San Pedro y San Juan, y el del eunuco etíope), y San Juan es nombrado ocho veces; y éstos son los que le siguen más de cerca. Mas, en el interior del relato, es claro que Pedro hacía las funciones de Cabeza y que todos así lo reconocían. En efecto, en I,13, son nombrados los once que quedaron luego de la Pasión, Pedro de primero y no hay lista de apóstoles en la Escritura en la que Pedro no vaya primero. En I,15, se narra la elección de Matías, que se realiza por iniciativa de Pedro. En el capítulo II, se narran los sucesos de la primera Pentecostés de la Iglesia; y II,14 y ss, que narra el discurso de Pedro en esa oportunidad, es claro sobre quién era la voz cantante. El capítulo III narra el discurso en el Templo y la curación al paralítico. El IV, el discurso al Sanedrín. En V,1-11, es relatado el incidente de Ananías y Safira, los cuales, al mentir a Pedro, mintieron a Dios y fueron castigados. V,12-16, muestra a un pueblo ávido, siquiera, de ponerse a la sombra de Pedro y de nadie más, para recibir curación. En V,29, se utiliza la expresión “Pedro y los apóstoles”. VIII,14 y ss., cuentan sobre cómo Pedro y Juan fueron inspectores de la evangelización de Felipe en Samaria y la venida del Espíritu por su oración; allí mismo Pedro reprende a Simón el mago por querer comprar los dones espirituales. En IX,31 y ss., se narra cómo Pedro hace milagros en Lidia y resucita a la piadosa Tabita. En el capítulo X, se da cuenta de cómo el apostolado entre los gentiles es inaugurado por “Simón, llamado Pedro”, por inspiración del Espíritu, al admitir en la comunidad de los fieles al centurión Cornelio y su familia. Luego, cuando en XI se relata la disputa con los cristianos circuncidados sobre el Bautismo de los gentiles, Pedro los convence de que ésa era la Voluntad de Dios; y ellos concluyen: “luego Dios ha concedido también a los gentiles la penitencia para la vida”. En XII, en la persecución de Herodes Agripa, se menciona como algo singular la prisión de Pedro y que el tetrarca lo realiza por la singularidad de Pedro (no se olvide que uno de los argumentos más fuertes contra los que niegan que el Señor predicara que Él era Dios hecho hombre es precisamente que quienes lo crucificaron lo hicieron por igualarse a Dios: los enemigos son los mejores confirmadores). Luego se nos llama la atención sobre el desvelo de la Iglesia por su Pastor; y, en XII,17, se anota que Pedro se va a “otro lugar”.
Los capítulos X y XI están justo antes de que en XIII y XIV se cuente de las misiones de Bernabé y Pablo, para preparar el ambiente de lo que se cuenta en el XV, el Concilio de Jerusalén: Pedro prepara la obra de Pablo y Bernabé entre los gentiles. Y, en XV, Pedro es, de nuevo, la voz de la autoridad, que precisa que no hace falta la circuncisión, la fe que les infundió el Espíritu los purifica; Santiago confirma lo que “Simón” había hecho claro; el resto del Concilio termina acogiendo lo que el Apóstol propusiera. En todo el cuadro del texto inspirado, es sólo un apóstol el que ejerce un ministerio especial, quien tiene que inspeccionar, quien toma la palabra en los momentos clave, quien inaugura nuevas etapas, quien es el blanco principal de los enemigos, por quien la comunidad se desvela especialmente, a quien acuden en las disputas: sin duda, ése es Pedro. Los demás no es que no sean importantes, todos lo somos en la Iglesia de Jesús, y los apóstoles, que estuvieron con el Señor y nos transmitieron fielmente sus enseñanzas y mandatos y cómo ellos mismos siguieron las “palabras de Vida Eterna”, y que fueron elegidos para tal misión por Jesús, las “doce columnas”, las “doce puertas”, los “que se sientan en los doce tronos, para juzgar a las doce tribus de Israel”, aún más. Pero sólo Pedro posee el Primado y la Escritura en esto es muy clara; también porque Hechos es un libro escrito por el médico-discípulo querido de San Pablo: San Lucas.
En este sentido, el Papa Benedicto XVI ha razonado recientemente sobre el Servicio Primacial del sucesor de Pedro en la Sede de su Martirio, de una manera que resume perfectamente los fundamentos en lo que se basa toda la doctrina del conferimiento real de un Primado de jurisdicción en cabeza de Pedro y el sentido de ese Servicio, del siguiente modo:
“Jesús no acostumbraba a cambiar el nombre de sus discípulos. A excepción del apelativo de ‘hijos del trueno’, dirigido en una circunstancia precisa a los hijos de Zebedeo (Cf. Marcos 3, 17), y que después no utilizará, nunca atribuyó un nuevo nombre a uno de sus discípulos. Lo hizo sin embargo con Simón, llamándole Cephas, nombre que después fue traducido en griego como ‘Petros’, en latín ‘Petrus’. Y fue traducido precisamente porque no sólo era un nombre; era un ‘mandato’ que Petrus recibía de ese modo del Señor. El nuevo nombre ‘Petrus’ volverá en varias ocasiones en los Evangelios y acabará sustituyendo a su nombre original, Simón.
“Este dato alcanza particular importancia si se tiene en cuenta que, en el Antiguo Testamento, el cambio de nombre anunciaba en general la entrega de una misión (Cf. Génesis 17,5; 32,28 siguientes, etc.). De hecho, la voluntad de Cristo de atribuir a Pedro un especial relieve dentro del colegio apostólico se manifiesta con numerosos indicios: en Cafarnaúm, el Maestro se aloja en la casa de Pedro (Marcos 1, 29); cuando la muchedumbre se agolpa en la orilla del lago de Genesaret, entre las dos barcas amarradas, Jesús escoge la de Simón (Lucas 5, 3); cuando en circunstancias particulares Jesús sólo se queda en compañía de tres discípulos, Pedro siempre es recordado como el primero del grupo: así sucede en la resurrección de la hija de Jairo (Cf. Marcos 5, 37; Lucas 8,51), en la Transfiguración (Cf. Marcos 9, 2; Mateo 17, 1; Lucas 9, 28), y por último durante la agonía en el Huerto de Getsemaní (Cf. Marcos 14, 33; Mateo 16, 37). A Pedro se dirigen los recaudadores del impuesto para el Templo y el Maestro paga por él y por Pedro y nada más que por él (Cf. Mateo 17, 24-27); fue el primero a quien lavó los pies en la última Cena (Cf. Juan 13, 6) y sólo reza por él para que no desfallezca en la fe y pueda confirmar después en ella a los demás discípulos (Cf. Lucas 22, 30-31).
“Por otra parte, el mismo Pedro es consciente de esta posición particular que tiene: es él quién habla a menudo, en nombre de los demás, pidiendo explicaciones ante una parábola difícil (Mateo 15, 15), o para preguntar el sentido exacto de un precepto (Cf. Mateo 18, 21) o la promesa formal de una recompensa (Mateo 19, 27). En particular, es él quien supera el empacho de ciertas situaciones interviniendo en nombre de todos. De este modo, cuando Jesús, dolido por la incomprensión de la muchedumbre tras el discurso sobre el ‘pan de vida’, pregunta: ‘¿También vosotros queréis marcharos?’, la respuesta de Pedro es perentoria: ‘Señor, ¿donde quién vamos a ir? Tú tienes palabras de vida eterna’ (Juan, 6, 67-68). Jesús pronuncia [ante una confesión de similar alcance] la declaración solemne que define, de una vez por todas, el papel de Pedro en la Iglesia: ‘Y yo a mi vez te digo que tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia, y las puertas del Hades no prevalecerán contra ella. A ti te daré las llaves del Reino de los Cielos; y lo que ates en la tierra quedará atado en los cielos, y lo que desates en la tierra quedará desatado en los cielos’ (Mateo 16, 18-19). Las tres metáforas a las que recurre Jesús son en sí muy claras: Pedro será el cimiento de roca sobre el que basará el edificio de la Iglesia; tendrá las llaves del Reino de los cielos para abrir y cerrar a quien le parezca justo; por último, podrá atar o desatar, es decir, podrá establecer o prohibir lo que considere necesario para la vida de la Iglesia, que es y seguirá siendo de Cristo. Es siempre la Iglesia de Cristo y no de Pedro. Describe con imágenes plásticas lo que la reflexión sucesiva calificará con el término ‘primado de jurisdicción’.
“Esta posición preeminente que Jesús quiso entregar a Pedro se constata también después de la resurrección: Jesús encarga a las mujeres que lleven el anuncio a Pedro, distinguiéndole entre los demás apóstoles (Cf. Marcos 16, 7); acude corriendo a él y a Juan la Magdalena para informar que la piedra ha sido removida de la entrada del sepulcro (Cf. Juan 20, 2) y Juan le cederá el paso cuando los dos lleguen ante la tumba vacía (Cf. Juan 20,4-6); Pedro será después, entre los apóstoles, el primer testigo de la aparición del Resucitado (Cf. Lucas 24, 34; 1 Corintios 15, 5). Este papel, subrayado con decisión (Cf. Juan 20, 3-10), marca la continuidad entre su preeminencia en el grupo de los apóstoles y la preeminencia que seguirá teniendo en la comunidad nacida con los acontecimientos pascuales, como atestigua el libro de los Hechos de los Apóstoles (Cf. 1,15-26; 2,14-40; 3,12-26; 4,8-12; 5,1-11.29; 8,14-17; 10; etcétera). Su comportamiento es considerado tan decisivo que es objeto de observaciones y también de críticas (Cf. Hechos 11,1-18; Gálatas 2, 11-14). En el así llamado Concilio de Jerusalén, Pedro desempeña una función directiva (Cf. Hechos 15 y Gálatas 2, 1-10), y precisamente por el hecho de ser el testigo de la fe auténtica, el mismo Pablo reconocerá en él un papel de ‘primero’ (Cf. 1 Corintios 15,5; Gálatas 1, 18; 2,7 siguientes; etcétera). Además, el hecho de que varios de los textos claves referidos a Pedro puedan ser enmarcados en el contexto de la Última Cena, en la que Cristo confiere a Pedro el ministerio de confirmar a los hermanos (Cf. Lucas 22,31 siguientes), muestra cómo la Iglesia, que nace del memorial pascual celebrado en la Eucaristía, tiene en el ministerio confiado a Pedro uno de sus elementos constitutivos.
“Este contexto del Primado de Pedro en la Última Cena, en el momento de la institución de la Eucaristía, Pascua del Señor, indica también el sentido último de este Primado: para todos los tiempos: Pedro tiene que ser el custodio de la comunión con Cristo; tiene que guiar en la comunión con Cristo de modo que la red no se rompa, sino que sostenga la gran comunión universal. Sólo juntos podemos estar con Cristo, que es el Señor de todos. La responsabilidad de Pedro consiste en garantizar así la comunión con Cristo, con la caridad de Cristo, guiando a la realización de esta caridad en la vida de todos los días. Recemos para que el primado de Pedro, confiado a pobres seres humanos, sea siempre ejercido en este sentido original deseado por el Señor y para que lo puedan reconocer cada vez más en su significado verdadero los hermanos que todavía no están en comunión con nosotros” (“Pedro, La Roca sobre la que Cristo fundó su Iglesia”. Audiencia General del miércoles, 7 de junio de 2.006).
Pedro tiene un primado real, NO es ‘primo inter pares’, él ES MÁS
De otro lado, para algunos así llamados ‘ortodoxos’, en todo caso, el Primado no se transmite de Pedro a sus sucesores en la Sede de Roma, sino a todos los obispos. Y cabe entonces preguntarse con Nicola Bux (loc. cit., p.232,3): “si las funciones vicarias de la cabeza visible del cuerpo no han sido transmitidas a ninguno después de Pedro, ¿por qué Cristo las transmitió temporalmente a la cabeza de los apóstoles? Si por el contrario, Pedro vive en sus sucesores, y no pocos Padres de la Iglesia lo atestiguan, Jesús ha instituido una cabeza del colegio [según se ve en mis artículos anteriores, citados arriba]. En segundo lugar, si Pedro no ha transmitido nada a sus sucesores, ¿por qué los demás apóstoles han transmitido sus funciones a los obispos? Tampoco los obispos deberían suceder a los apóstoles”.
Ya cité esta poesía siria, de Edessa, en el artículo anterior, no quedan dudas de cómo se entienden los textos de conferimiento del Servicio Primacial de Unidad en la Fe y la disciplina, de Jesús a Pedro. Vale la pena volver a copiarla: “Sus discípulos, todos pescadores, todos pobres, todos débiles, todos hombres de poca notoriedad, vinieron a ser ilustres por su fe. Un pescador, cuyo pueblo era hogar de pescadores, Él lo hizo jefe sobre los doce, sí, cabeza de la casa” (Citado por Dawson: The Making of Europe, Catholic University of America Press, Washington DC, 2.003, pp. 117-118). Repito el comentario: “Como este literato sirio, cualquiera que lea el Evangelio con los ojos abiertos y libre de prejuicios, se da cuenta de que Jesús puso a ese pescador, a quien hizo ‘pescador de hombres’, como ‘jefe de los doce’ y ‘cabeza de la casa’”.
No es capital imperial, no es cualquier sede, es la del sucesor del apóstol, es la Sede de su Martirio
De modo análogo, entre estos hermanos en la Fe, hay algunos que aseguran que, en efecto, Roma es una sede petrina, pero también lo son Jerusalén y Antioquía. Otros hablan de una segunda Roma: Constantinopla, e, incluso, de una tercera Roma: Moscú. Fuera del hecho de que una y otra doctrina contradicen la negación de la constitución de un Primado en cabeza de Pedro y sus sucesores; lo mismo que la negación de que la Sede romana sea la Sede primacial; ambas son erróneas. En efecto, en Jn. XXI,15-19, se constituye a Pedro en Vicario del Señor, pero ése, de acuerdo con el texto, es un servicio que se ejerce con miras al martirio: “en verdad, en verdad te digo: cuando eras joven, tú te ceñías e ibas donde querías; cuando envejezcas, extenderás tus manos y otro te ceñirá y te llevará donde no quieras. Esto lo dijo indicando con qué muerte iba a glorificar a Dios. Después añadió: sígueme” (Jn. XXI,18-19). No es sucesor de Pedro quien ejerza una sede en la que simplemente el Apóstol estuvo, sino quien ejerza en la Sede de su martirio. Además, como se vio con mayor detalle en el artículo precedente, el Primado no se constituye por la decisión de ningún Concilio ni por preferencia de algún emperador bizantino ni por ser la ciudad capital del Imperio, sino por Voluntad de Dios hecho hombre, de Jesús. Los concilios tienen por misión extraer fielmente el Mensaje del Señor y adaptarlo, sin pérdida ni añadidura, a las respectivas circunstancias de la Iglesia, no poseen poder de disposición sobre ese Mensaje, la Iglesia es depositaria, no dueña. Un Concilio no puede disponer que haya o no Primado ni atribuirlo a esta o aquella sede; sólo Jesús puede hacerlo y Él lo confirió a Pedro y sus sucesores en la Sede de su martirio, de una vez y para siempre.
Constantinopla, la sede de Constantino y sus patriarcas, su origen tardío, su justificación espuria
Sobre el lugar de la Iglesia de Bizancio, de Constantinopla, cuyo Patriarca ortodoxo es el Primo inter pares en el marco de las iglesias que se separaron del Papado en 1.054, cuando el incidente entre Miguel Cerulario y León IX, cabe hacer una acotación. De acuerdo con lo que creen estos hermanos en la Fe, ese Patriarcado fue fundado por San Andrés, “el primer llamado” y hermano de San Pedro. Lo de “el primer llamado” es tomado del Evangelio según San Juan (I,35-42), en el que el Apóstol narra este suceso: “Al día siguiente (del Bautismo de Jesús en el Jordán), otra vez hallándose Juan con dos de sus discípulos, fijó la vista en Jesús, que pasaba, y dijo: ‘he aquí al Cordero de Dios’. Los dos discípulos, que le oyeron, siguieron a Jesús […]. Él les dijo: ‘venid’ […], y ellos permanecieron con Él aquel día […]. Era Andrés, el hermano de Simón Pedro, uno de los dos que oyeron a Juan y le siguieron. Encontró él luego a su hermano Simón y le dijo: ‘hemos hallado al Mesías’, que quiere decir Cristo. Le condujo a Jesús, que, fijando en él la vista, dijo: ‘tú eres Simón, el hijo de Juan; tú serás llamado Cephas’, que quiere decir Pedro”. Lo de “el primer llamado” se resalta para darle preeminencia entre los apóstoles. Ahora bien, no hay una sola declaración, en ningún sitio del Evangelio, en la que se aluda al conferimiento de un primado en cabeza de San Andrés, por parte de Jesús. La situación es muy distinta con San Pedro. Y este pasaje mismo es significativo de ello: en él, Jesús no aporta ningún signo de que su Voluntad fuera transmitir ningún Primado a Andrés; a Pedro, en cambio, ya le anuncia que tendrá una misión especial, al vaticinarle el cambio de nombre. Según el actual Patriarca de Constantinopla, Bartolomé I, San Andrés fundó esa comunidad cristiana y no fue él mismo su obispo, sino le encargó su principado a San Stachys; además, la tradición ni siquiera emplaza el martirio de San Andrés en Bizancio, sino en la antigua ciudad griega de Patras. En segundo lugar, quizás, San Andrés fundó una comunidad de cristianos en el viejo pueblo de Bizancio (eso no se discute aquí, aunque, como anoté en el artículo anterior, Justiniano es el origen, que sepamos, de la especie). Pero, lo que no es de ningún modo verdad es que este apóstol fundara un Patriarcado en ese pueblo. El Patriarcado constantinopolitano fue fundado en el siglo IV y su preeminencia en Oriente se debe al Concilio de esa ciudad, en 381. A este respecto, Dawson recoge el testimonio de San Gregorio Nacianceno: “San Gregorio Nacianceno satirizaba el ardor patriótico con el cual los obispos Orientales reivindicaban la superioridad religiosa del Oriente sobre el Occidente en Constantinopla en 381; y, tanto en ese concilio como en el de Calcedonia se hizo el intento de asimilar la posición eclesiástica de la Nueva y la Vieja Roma […]. Es lo correcto, decían [los referidos obispos, en Constantinopla], que en las cosas de la Iglesia se deba seguir el curso del sol y que ellas tengan su origen en la misma parte del mundo donde Dios mismo se dignó a revelarse en forma humana (San Gregorio Nacianceno, Carmen de Vita Sua, 1690-1693)” (en: Ibíd., pp. 163-164). En este punto, por respeto a estos hermanos en la Fe, es preferible no hacer comentarios: las conclusiones están a la vista.
Pedro tiene autoridad, incluso disciplinaria, sobre los apóstoles, pues tiene un Primado real de servicio
Otro punto es el del Primado de honor sin potestad. Sin potestad, no tendría sentido ningún Primado, pues no podría servir a la unidad de los fieles, tal como es su misión.
Igualmente, puesto que en Mt. XVIII,18, se dice a todos los apóstoles “lo que atareis en la tierra será atado en el cielo; y lo que desatareis en la tierra será desatado en el cielo”, se arguye que entre los apóstoles no había jerarquía. Sin embargo, para la eclesiología católica, la responsabilidad de la Iglesia no recae sobre uno solo. “Lo que ha sido confiado a los apóstoles colegialmente ha sido confiado a Pedro singularmente”: el Papa, el sucesor de Pedro en la Sede de su martirio, ejerce el Primado, pero no unilateralmente, lo ejerce juntamente con el colegio de los obispos. Pero, por la anterioridad ontológica de la Iglesia universal, respecto de las particulares, cada iglesia particular, con el obispo a su cabeza, está “impregnada” de la dimensión universal de la Iglesia. Así, el Papa no es un Obispo de los obispos, es sólo el “servus servorum Dei”, es quien entre ellos tiene encomendado especialmente, y en el ámbito universal, el servicio de la unidad, que, por otra parte, no es ajeno a cada uno, en el ámbito de su Iglesia local.
De forma tal que las aprensiones de los hermanos así llamados ‘ortodoxos’ no tienen fundamento, pues el Obispo de Roma, al buscar la unidad de todos bajo la única Cabeza, que también se manifiesta sacramentalmente en la cabeza visible, no pretende ser un monarca –de estilo político– de todos los obispos e iglesias; sino ejercer una autoridad jurisdiccional inmediata, ordinaria, universal y plena, con las solas miras en la unidad, bajo el mandato del Señor, ejercido con el colegio de sus hermanos en el Episcopado, para preservar lo que Jesús entregó en depósito a su Iglesia.
Los anglicanos
Del lado de los anglicanos, se puede encontrar otra serie de objeciones, no del todo distinta de la de los así llamados ‘ortodoxos’. Para ellos, el gobierno de la Iglesia es de forma conciliar. Además, aunque el Papa tenga un Primado universal, no es infalible ni posee autoridad jurisdiccional y esta potestad no se apoya en el derecho divino. Es dudoso que fuera la voluntad de Cristo el constituir un Primado. El Papa no es sino un Patriarca de Occidente. Separándose de los protestantes y acercándose a los así llamados ‘ortodoxos’, admiten que el ministerio episcopal está sobre la base de la apostolicidad de la Iglesia; y aseguran haber abandonado el antiguo “rechazo a reconocer al Papa como signo e instrumento de unidad y continuidad de la Ecclesia Catholica”. El Primado, sin embargo, siendo útil, no es constitutivo de la Iglesia. En el primer milenio, la estructura del Primado era muy diferente de la del segundo (Nicola Bux. Loc. cit. pp. 234,3-238,1).
En realidad, excepto el problema del Primado en el primer milenio del Cristianismo, que es, por cierto, el tema favorito de los así llamados ‘ortodoxos’, todas las objeciones recogidas en el párrafo anterior ya han sido tratadas. Mas, por ser tan importante y extenso, el asunto del Primado en el primer milenio ya lo traté en artículo anterior (La Cátedra de Pedro, principio constitutivo de la Iglesia, reconocida universalmente, en todo el Primer Milenio, citado arriba), en el que traté estricta y ampliamente este tema. Pero, a pesar de todo, conviene detenerse sobre dos de los puntos referidos arriba: la infalibilidad y si el Primado es constitutivo o no de la Iglesia y del ser Iglesia.
Ambos temas están muy relacionados. Pues los cristianos estamos llamados a ser un solo Cuerpo en la verdad: “ésta es la Vida Eterna: que te conozcan a Ti, el único Dios verdadero, y a Quien Tú enviaste, Jesucristo [...]. Tuyos eran y Tú me los diste y han guardado tu palabra. Ahora saben que todo cuanto me diste viene de Ti; porque Yo les he comunicado las palabras que Tú me diste y ellos ahora las recibieron y conocieron verdaderamente que Yo salí de Ti y creyeron que Tú me has enviado [...]. Santifícalos en la verdad, pues tu palabra es verdad. Como Tú me enviaste al mundo, así yo los envíe a ellos al mundo y Yo por ellos me santifico, para que ellos sean santificados en la verdad. Pero no te pido sólo por éstos, sino por todos los que por su palabra crean en Mí, para que todos sean uno, como Tú, Padre, en Mí, y Yo en Ti, para que también sean ellos uno en nosotros y el mundo crea que Tú me has enviado” (Jn. XVII,3-21). La relación entre la unidad de los cristianos y la infalibilidad de las doctrinas de la Iglesia es indisoluble, pues Jesús, que llevó “a cabo la obra” (Jn. XVII,4) que el Padre le encomendó, a saber: “dar testimonio de la verdad” (Jn. XVIII, 37), así lo dispuso, porque “todo el que es de la verdad oye mi voz” (ibíd.). Una infalibilidad que es asegurada por la Trinidad toda, ya que Jesús lo quiere y se lo pide al Padre (Jn. XVII) y envía a su Espíritu, Espíritu de la Verdad, que lleva a la Iglesia a la “Verdad completa” (Jn. XVI,13). Mas esa infalibilidad de la Iglesia reside en el Papa, como lo ha demostrado la Historia. Y si no se cree que la infalibilidad reside en el Papa, en Pedro y sus sucesores en la Sede de su Martirio, en el Apóstol que debía “confirmar a sus hermanos”, para lo cual Jesús pidió al Padre que su fe no desfalleciera (Lc. XXII,32), y en los que le sigan en la Sede de Roma, ¿en quién, pues, debía residir, si no es en la Roca sobre la que se funda la Iglesia, cuyo servicio es la unidad, una unidad que consiste precisamente en la asunción de la “Verdad completa”?
Así, pues, la Iglesia es una Unidad, de origen trinitario, que se funda en la Verdad. Pero esa Unidad en la Verdad, que es la obra de Jesús, es su Reino, que “no es de este mundo” (Jn. XVIII,36). Eso es claro, por ejemplo, en el capítulo IV de San Mateo (vv. 12-17), entre otros muchos lugares:
“Dejando Nazaret, se fue a morar en Cafarnaúm, ciudad situada a orillas del mar, en los términos de Zabulón y Neftalí, para que se cumpliera lo que anunció el profeta Isaías [IX,1 y ss.], que dice:
‘¡Tierra de Zabulón y tierra de Neftalí, camino del mar, al otro lado del Jordán, Galilea de los gentiles! El pueblo que habitaba en tinieblas vio una gran luz y para los que habitaban en la región de mortales sombras una luz se levantó’.
Desde entonces comenzó Jesús a predicar [“a dar testimonio de la Verdad”] y decir: ‘Arrepentíos, porque se acerca el Reino de Dios’”.
El Reino de Dios es el Reino de la Verdad, el Reino de la Unidad en la Verdad: “porque todo el que obra mal aborrece la luz, por que sus obras no sean reprendidas. Pero el que obra la verdad viene a la luz para que sus obras sean manifestadas, pues están hechas en Dios” (Jn. III,20-21). Un Reino que tiene un servicio primacial de unidad, sobre los hombros de la Roca sobre la que se edifica (Mt. XVI,16-18), Roca que debe confirmar a sus hermanos (Lc. XXII,32), que es el Pastor vicario, que deberá sufrir el martirio en una cruz (Jn. XXI,15-19). Ése es Pedro y todos los que se sienten en la Sede de su Martirio. El Primado, por la infalibilidad de la Roca sobre la que se edifica la Iglesia, y la unión con él son, respectivamente, constitutivos de la Iglesia y del ser Iglesia, Reino de Dios, Uno en la Verdad.
Los luteranos
La postura de los luteranos es más radical, como era de esperar. Para ellos, la fe sola justifica y hay una única mediación, la de Cristo; en virtud de ello, la Iglesia no es necesaria para la salvación ni mediadora entre Dios y los hombres. Además, conciben que la Iglesia se da en las iglesias locales, no en una Iglesia universal: la Iglesia es federación de iglesias; de donde no puede haber un ministerio universal. Tampoco admiten un ministerio universal, porque no admiten el ministerio sacramental, pues consideran que la gracia no ha sido donada, sino sólo prometida. También niegan que haya una sucesión de Jerusalén a Roma, de Pedro a los Obispos de Roma. Ésta y la formación de la Iglesia universal son adquisiciones posteriores al Nuevo Testamento, pero no fundadas en él. Aseguran categóricamente que es una blasfemia el dogma católico según el cual es de derecho divino la jurisdicción primacial del Papa. Como los anglicanos, consideran que el Primado puede ser constitutivo de la unidad visible, pero no del ser Iglesia. Todo esto lo dicen los luteranos en nombre del Evangelio, es decir, ellos, según ellos mismos, no se fundan sino en la Escritura y la representan totalmente (Bux. Loc. cit. pp. 238,2-244).
No es en vano que los luteranos se llamen así, pues son fieles a su “padre” Lutero y a su teología. Éste se fundaba en San Pablo para decir que la fe sola justifica; ya que el Apóstol, en la Carta a los Romanos (III,21-IV,25; especialmente III,28), dice que “sostenemos que el hombre es justificado por la fe sin obras de la Ley”. Donde ‘justifica’ significa ‘salva’ y ‘justicia’, ‘salvación’. Como la fe es un don de Dios, los que se salvan son los que tienen fe, sin necesidad de obras, por predestinación divina (cfr. Rm. VIII,28-35). Además, no hay otra mediación que la de Jesús, “porque uno es Dios, uno el Mediador entre Dios y los hombres, el hombre Cristo Jesús” (I Tim. II,5).
La justificación por la sola Fe, sin las buenas obras
Ahora bien, sin duda las doctrinas del mal llamado reformador tienen alguna base en el Nuevo Testamento. Pero sólo a costa de una lectura muy sesgada y que descontextualiza flagrantemente los textos en que se apoya. Ha de empezarse, obviamente, por el principio: la justificación por la fe. La fe de la que habla San Pablo y de la que Lutero asegura que justifica sin obras y sin Ley (mosaica) es la fe en Jesús. La fe en Quien respondió, a la pregunta por “¿qué obra buena he de realizar para alcanzar la vida eterna?”, “si quieres entrar en la vida, guarda los mandamientos” (Mt. XIX,16-17). La fe en Alguien que dijo: “No todo el que dice: ‘¡Señor, Señor!’ entrará en el Reino de los cielos, sino el que hace la Voluntad de mi Padre, que está en los cielos. Muchos me dirán aquel día: ¡Señor, Señor!, ¿no profetizamos en tu nombre y en nombre tuyo arrojamos demonios y en tu nombre hicimos muchos milagros? Yo entonces les diré: ‘nunca os conocí, apartaos de Mí los que obráis la iniquidad. Aquel, pues, que escucha mis palabras y las pone por obra, será como el varón prudente, que edifica su casa sobre roca [...]. Pero el que me escucha estas palabras y no las pone por obra, será semejante al necio, que edificó su casa sobre arena” (Mt. VII,21-27). ¿Cuáles son “estas palabras” que hay que poner por obra? Las del Sermón de la Montaña, que no “abroga la Ley o los Profetas, sino lleva a la Ley a la plena consumación” (Mt. V,17).
¿Será que San Pablo cambia las doctrinas de Jesús, ya que Éste dice que hay inicuos con fe? Pensar de tal modo sí que sería una blasfemia. Lo dice el propio San Pablo a Timoteo, antiguamente judío piadoso; la Ley es pedagogía divina, conforme a las enseñanzas de San Pablo, como no podía ser de otro modo: “desde la infancia conoces las letras sagradas, que te pueden instruir en orden a la salvación por la fe en Jesucristo. Pues toda Escritura es divinamente inspirada y útil para enseñar, para argüir, para corregir, para educar en la justicia, a fin de que el hombre de Dios sea perfecto y consumado en toda obra buena” (I Tim., III,15-17). Y los diez mandamientos de la Ley son el natural bien del hombre, que puede conocer, mediante la investigación recta: “en verdad, cuando los gentiles, guiados por la razón natural, sin Ley, cumplen los preceptos de la Ley, ellos mismos, sin tenerla, son para sí mismos Ley”. Luego la alternativa tiene que ser una distinta de la antes citada: San Pablo no cambia las doctrinas de Jesús. Y claro que lo es, véase lo que dice el propio Apóstol, en I Cor. XIII,2: “[si tuviera] tanta fe que pudiera trasladar los montes y me faltara el amor, nada sería”; y: “ahora permanecen estas tres cosas: la fe, la esperanza y la caridad; pero la más excelente de ellas es la caridad” (I Cor. XIII,13). De nuevo, todas las declaraciones de San Pablo sobre las relaciones entre la Fe y las obras y la Ley mosaica, hay que entenderlas en el contexto, tanto de todo el mensaje Cristiano, partiendo de las palabras del Verbo de Dios hecho carne, como del momento histórico en que vivió el Apóstol y los problemas que enfrentaba.
Hay, pues, dos horizontes de interpretación, de ningún modo desconectados. Ha de empezarse por el mensaje cristiano, para luego pasar al plano histórico y, por último, ver las relaciones entre ambos planos. Un lugar en que se halla de manera contundente una respuesta a Lutero es en la Carta de Santiago. En ella se dice: “¿qué le aprovecha, hermanos míos, a uno decir: ‘yo tengo fe’, si no tiene obras? ¿Podrá salvarlo la fe? Si el hermano o la hermana están desnudos y carecen de alimento cotidiano y alguno de vosotros les dijere: ‘id en paz, que podáis calentaros y hartaros’, pero no les diereis con qué satisfacer la necesidad de su cuerpo, ¿qué provecho les vendría? Así también la fe, si no tiene obras, es de suyo muerta. Mas dirá alguno: ‘tú tienes fe y yo tengo obras’. Muéstrame tu fe sin obras, que yo con mis obras te mostraré mi fe. ¿Tú crees que Dios es uno? Haces bien. Mas también los demonios creen y tiemblan” (St. II,14-18).
Sin embargo, Lutero y sus “hijos” no aceptan la Carta de Santiago como inspirada, por lo que el argumento desde esta autoridad puede ser ineficaz. Pero considérense estas dos razones. Primero, el argumento de los demonios de Santiago es irrebatible: si la fe salva y los demonios creen, éstos tendrían que estar en el Cielo; pero eso es absurdo; luego, la doctrina luterana lo es. Segundo, Jesús y toda la Escritura apuntan claramente que, para ser “justo”, se ha de cumplir, con las obras, evidentemente, la Voluntad de Dios; hay que negarse a sí mismo, tomar su Cruz y seguir a Ése cuyo alimento es cumplir la Voluntad de su Padre y acabar su obra (Mt. XVI,24; Jn. IV,34). Y la fe sola no basta. El propio San Pablo asegura que “en Cristo Jesús, ni vale la circuncisión ni vale el prepucio, sino la fe que actúa por la caridad” (Ga. V,6): “quien ama al Prójimo ha cumplido la Ley. Pues ‘no adulterarás, no matarás, no robarás, no codiciarás’ y cualquier otro precepto, en esta sentencia se resume: ‘amarás al prójimo como a ti mismo’. El Amor no obra el mal del prójimo, pues el amor es la plenitud de la Ley” (Rm. XIII,8-10). Porque “si alguno me ama [a Jesús] guarda mi palabra y mi Padre le amará y vendremos a él y haremos morada en él” (Jn. XIV,23); así, el que le ama y guarda sus palabras, en quien mora la Trinidad, es el que ama al prójimo: “en esto conocerán que sois mis discípulos: en que os amáis unos a otros” (Jn. XIII,35). ¿Quiere alguien mayor claridad? Pero todavía queda algo por considerar: las profecías más importantes sobre la Alianza nueva y eterna que instauraría Jesús, se refieren a la capacitación por Dios a su Pueblo para ser buenos, obrar virtuosamente: “mirad que vienen días –oráculo del Señor– en que pactaré una nueva alianza con la casa de Israel y la casa de Judá. No será como la alianza que pacté con sus padres el día en que los tomé de la mano para sacarlos de la casa de Egipto, porque ellos rompieron mi alianza, aunque Yo fuera su señor (baal) –oráculo del Señor (Yahwéh)–. Sino que ésta será la alianza que Yo pactaré con la casa de Israel después de aquellos días –oráculo del Señor–: pondré mi Ley en su pecho y la escribiré en su corazón, y Yo seré su Dios y ellos serán mi Pueblo” (Jr. XXXI,31-33).
Ahora, ¿por qué insiste San Pablo en la fe y por qué parece aborrecer, en tantos pasajes, a la Ley, cuando Jesús no vino a abrogarla, sino a darle pleno cumplimiento? La respuesta tiene dos partes. La primera consiste en que San Pablo se enfrenta, como es claro en todas sus cartas, en Los Hechos, en La Carta a los Hebreos y en los escritos de tantos Padres de la Iglesia, a los judaizantes, a los convertidos del Judaísmo, que pretendían que, para seguir a Jesús, había que cumplir todas las determinaciones rituales exteriores prescritas por Moisés; cuando Jesús había sido claro en que lo importante es la pureza de corazón (cfr. Mt. XV,1-20). Así, San Pablo tenía que dejar claro que seguir a Jesús no necesita de los ritos judaicos. Para su época, la conclusión es ésta: el cumplimiento de la Ley, sin Jesús, sin la Gracia, sólo sirve para humillar al hombre, no porque, como en Kant o en Lutero, nuestras apetencias sean malas por necesidad, sino porque, por más que pongamos los más altos medios humanos, sin Jesús no hay Salvación. Y la enseñanza es vigente para todos los tiempos: quien quiera salvarse, por más que obre muchas hazañas extraordinarias, si rechaza a Jesús, no se salvará: “si hablando las lenguas de los hombres y de los ángeles no tengo caridad, soy como bronce que suena o címbalo que retiñe. Y si teniendo el don de profecía y conociendo todos los misterios y toda la ciencia y teniendo tanta fe que moviese los montes, si no tengo amor, no soy nada. Y si repartiere toda mi hacienda y entregare mi cuerpo al fuego, no teniendo amor, nada me aprovecha” (I Cor. XIII,1-3). Porque “el que guarda su palabra, en ése la caridad de Dios es verdaderamente perfecta”; pero “sabemos que lo hemos conocido si guardamos sus mandamientos. El que dice que lo conoce y no guarda sus mandamientos, miente y la verdad no está en él” (I Jn. II,3-5). Y, precisamente en este pasaje de I Jn., está la segunda parte, porque las obras del cristiano dependen de la creencia en Jesús: quien lo conoce es quien hace lo que Él mandó y enseñó.
Así queda removido el primer obstáculo que ponen los luteranos a la doctrina sobre el Primado de Pedro y sus sucesores en la Sede de su martirio. Quedan todavía otros cinco, según la lista de arriba.
La mediación única de Cristo
De los puntos tratados en el párrafo en el que se enuncian las objeciones de los luteranos, conviene tratar en primer término el de la mediación del Señor y la de la Iglesia. Es seguro que el único mediador per se es Jesús (I Tim. II,5); pero eso no elimina que haya otras mediaciones, por participación. Lo mismo sucede con otros muchos aspectos del ser. En efecto, Jesús dice que “nadie es bueno sino sólo Dios” (Mc. X,18); también: “uno solo es vuestro Maestro” (Mt. XXIII,8); igualmente: “uno solo es vuestro Padre, el que está en los cielos” (Mt. XXIII,9). ¿Tenemos que concluir, entonces, que los que aquí engendran, enseñan y realizan obras de virtud, no son padres, maestros y buenos, respectivamente, como los que aquí interceden por otros ante Dios no son mediadores, porque así lo dicen Jesús y San Pablo? Parece que no, porque Jesús también dice: “sed, pues, perfectos, como vuestro Padre celestial es perfecto” (Mt. V,48). Y en todas partes habla de padres e hijos bien terrenales todos y es obvio que cuando manda a los apóstoles a enseñar a otros los constituye en maestros de otros; y hasta pide por los que, por la palabra de los apóstoles, crean en Él (Jn. XVII,20).
Pero, principalmente, ésa sería una manera muy torpe de entender la Palabra revelada: si Dios se revela al hombre, esa Revelación supone una condescendencia de Él para con nosotros, de modo que supone también que lo hace en términos que asumen nuestra naturaleza, nuestra capacidad de entender, nuestra experiencia y nuestro lenguaje. Así que querer reducir todo a la Revelación y Ésta al absurdo más arbitrario es desconocer completamente lo que hace falta para poder llegar a la Biblia y entender sus palabras mismas, lo cual es condición indispensable para entender a qué se refieren esas palabras. Después, por esas palabras, Dios nos lleva a realidades que nos superan completamente, pero si todo empezara por ahí, la Revelación no tendría caso y Dios haría lo torpe. El propio San Pablo pone aquí el inicio de un principio de comprensión: “lo cognoscible de Dios les fue manifiesto [a los gentiles, no herederos de la Revelación hecha al Pueblo de Israel], pues Dios se lo manifestó; porque desde la creación del mundo, lo invisible de Dios, su eterno poder y divinidad, son conocidos mediante sus obras” (Rm. I,19-20). Entonces, si donde estén dos reunidos en su nombre, ahí está Jesús, y, por tanto, lo que ellos pidieren, Dios se los dará (Mt. XVIII,19-20), esos dos pueden, por participar de la Mediación única per se del Señor, ser mediadores, intercesores efectivos, entre otros hombres y Dios. Jesús es el único Mediador per se, pero, así como los padres participan de la Paternidad, porque del Padre “toma su nombre toda familia en los cielos y en la tierra” (Ef. III,15), los buenos de la Suma Bondad, los maestros de la Maestría que Es el Maestro, las verdades de la Verdad suma subsistente, las bellezas de la Belleza, los misericordiosos de la Misericordia, los justos de la Justicia, y un largo “así sucesivamente”, los mediadores humanos participan de su Suma Mediación.
Aún más. Es una sencilla contradicción en los términos decir que Jesús es el único Mediador, dado lo que dice San Pablo, inspirado por el Espíritu de Dios. Si San Pablo, lo mismo que San Mateo, San Marcos, San Lucas, San Juan, Santiago, San Judas Tadeo, los autores de las cartas de San Pedro y a los Hebreos, son autores inspirados, que transmiten fielmente lo que Dios nos quería enseñar por medio de su Hijo, El Mediador, no pueden sino ser ellos mismos mediadores. Y así no hay una única mediación: sólo una per sé, pero no una única, pues hay mediación participada. Dado lo cual, pues, decir que hay una sola mediación y autores inspirados otros que el Mediador es una contradicción en los términos mismos.
Y eso no es todo. En el Nuevo Testamento, en infinidad de lugares (Act., III,2-8; VIII,6; VIII,15-17; VIII,24; IX,34-35; IX,36-42; etc.), se atestigua que personas otras que Jesús realizaban milagros en su Nombre, en el Nombre de Dios, y hacían caminar paralíticos, resucitaban muertos, ¡y hasta hacían descender el don del Espíritu Santo! Todo conforme a lo que dijo el propio Jesús: que actuaran con poder en nombre de Dios uno y trino: “me ha sido dado todo poder en el cielo y en la tierra; id, pues, enseñad a todas las gentes, bautizándolas en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, enseñándoles a observar cuanto yo os he mandado” (Mt. XXVIII,18-20). Y “a los que creyeren les acompañarán estas señales: en mi Nombre echarán demonios, hablarán lenguas nuevas, tomarán en la mano serpientes y, si bebieren ponzoña, no les dañará; pondrán las manos sobre los enfermos y éstos se encontrarán bien” (Mc. XVI,17-18).
Mas, en todo caso, la Mediación de la Iglesia no es propiamente una mediación participada, como cualquier otra: es la propia Mediación per se del Señor: “al que es poderoso para hacer que copiosamente abundemos más de lo que pedimos o pensamos, en virtud del poder que actúa en nosotros, a Él sea la gloria en la Iglesia y en Cristo Jesús, en todas las generaciones, por los siglos de los siglos. Amén” (Ef. III,20-21). Y es que, entre la Iglesia y Jesús, no hay distinción: “Cristo es Cabeza de la Iglesia y salvador de su Cuerpo [...]. Los maridos deben amar a su mujer como a su propio cuerpo. El que ama a su mujer a sí mismo se ama y nadie aborrece jamás su propio cuerpo sino que lo alimenta y lo abriga como Cristo a la Iglesia, porque somos miembros de su cuerpo” (Ef. V, 22-33). Y no hay distinción porque el Espíritu de Cristo vivifica a la Iglesia (esto está en muchos lugares, pero se puede confrontar, por ejemplo, con el discurso de la Última Cena, en Jn. XIII-XVII), que es su Cuerpo; porque “donde hay un solo cuerpo, debe haber un solo Espíritu” (Tertuliano, Ad uxorem, I,2,9). Y porque “Yo estaré con vosotros todos los días, hasta el final de los tiempos” (Mt. XXVIII,20), principalmente en la Eucaristía, en la que se entrega el Pan de Vida (Jn. VI,48). Así, es obvio que la Iglesia es mediadora de Salvación, que es una realidad salvífica, por querer de su Esposo, de su Cabeza, de la que Ella es el Cuerpo místico y Sacramento. Y lo es porque la gracia y la verdad, que vinieron y vienen por Jesucristo (Jn. I,17), nos alcanzan por la Iglesia, que brota del Costado abierto de Nuestro Señor, pues “Él se entregó por ella” (Ef. V,25) y es “Salvador de su Cuerpo” (Ef. V,23), y Éste –el Cuerpo– administra sus sacramentos.
La universalidad de la Iglesia y la sede Romana son diseño de Cristo
Los obstáculos segundo y tercero se refieren a que, según los luteranos, tanto la sucesión de Jerusalén a Roma, de Pedro a los Obispos de Roma, como la formación de la Iglesia universal no se fundan en el Nuevo Testamento, sino son posteriores a Él. Respecto de la universalidad de la Iglesia, trataremos primero. Cualquiera que haya leído lo que va de estos artículos podría decir que ya no hace falta responder a esto: el “que todos sean uno” de Jn., XVII,20, podría bastar; lo mismo que el hecho de que la Iglesia es Reino, uno en la Verdad, para salvación de todo el mundo. Porque Jesús vino a salvar a todos en un solo camino de Salvación. Pero añadamos que Él mismo lo dice de manera que no da ningún lugar a equivocaciones: “tengo otras ovejas que no son de este aprisco [los gentiles, los no judíos], y es preciso que las traiga, y oirán mi voz, y habrá un solo rebaño y un solo Pastor” (Jn. X,16). Las iglesias locales, son posteriores a la Iglesia Universal, pues de su universalidad es precisamente que nacen ellas, por el mandato de evangelización universal (Mt. XXVIII,19). Cada vez se hace más difícil entender cómo es que Lutero se proclamó a sí mismo “El evangélico”, con tanta tergiversación y tanto sesgo en la lectura. Pero sigamos.
El punto de la tradición de Jerusalén a Roma, sí se puede decir que está suficientemente tratado en lo que va del apartado.
Dios derramó su gracia, vida suya, que nos cura y nos eleva
Y lo mismo se debe decir del tema de los ministerios en relación con el tema de la donación actual de la gracia por Dios a los hombres, el cuarto de los obstáculos de los luteranos, en la lista que se anunció: ya está más que tratado. Pero se pueden recordar algunos puntos: si la Trinidad viene a morar en quien ama a Jesús y cumple sus palabras (Jn. XIV,23) y, por eso, ama al prójimo, ¿cómo no va a ser conferida toda otra gracia a quien es constituido en morada del Dios uno y trino? Pero, además, si al comulgar recibimos al Pan de Vida (Jn. VI), que es el Autor de la gracia; en el Bautismo y la Confirmación-imposición de manos recibimos al Espíritu Santo, como es claro en todo el libro de Los Hechos, etc., es imposible que nadie entienda que la gracia no se reciba ya actualmente. Y, dada la jerarquía de los discípulos de Jesús y los ministerios que son claros en todo el Nuevo Testamento y en los Padres, es patente que se trata de un ministerio sacramental: “recibid al Espíritu Santo, a quienes perdonéis los pecados les son perdonados” (Jn. XX,22-23); “tomad y comed todos de Él, Éste es mi Cuerpo que será entregado por vosotros; haced esto en memoria mía” (Lc. XXII,20); “enseñad a todas las gentes, bautizándolas en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo” (Mt. XXVIII,19). En el libro de Los Hechos se narra la efusión del Espíritu, en Pentecostés, cuando Jesús, “exaltado a la Diestra de Dios y recibida del Padre la promesa del Espíritu Santo, le derramó según vosotros veis y oís” (Act. II,33), y en muchos otros lugares. En la Transfiguración, Jesús muestra que la Gloria de Dios puede inherir en este cuerpo mortal nuestro; y “¿no sabéis que sois templos de Dios y que el Espíritu habita en vosotros? Si alguno destruye al templo de Dios, Dios lo destruirá a él, porque el templo de Dios, que sois vosotros, es santo” (I Cor. III,16).
Hay Iglesia, Ella es Cristo y tiene una cabeza vicaria en la Tierra con autoridad real
Hay, pues, una Iglesia Universal, Católica, Reino de Unidad en la Verdad de los hijos del Dios Uno, que es Mediadora de la Salvación, pues Jesús habita en ella, todos los días hasta el fin del mundo. Ella, además, administra, principalmente por los sacramentos, la gracia que su Esposo tiene a bien donarnos y que es fundamental para la justificación, para que nuestros corazones sean virtuosos, con la Ley de Dios escrita en ellos, por lo que Lo amamos y hacemos las obras que nos encomendó, las de su Ley. De modo que no es ninguna blasfemia creer que hay un ministerio universal en esa Iglesia –quinto y último de los obstáculos anunciados–, dotado de autoridad jurisdiccional ordinaria, universal e inmediata. Pues ese ministerio lo confirió Jesús a San Pedro, a la Roca sobre la que se construye la Iglesia Universal, y de éste pasa a sus sucesores en la Sede de su martirio. Así, todas las objeciones de los luteranos quedan superadas.
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Así, la Iglesia triunfa de todas las objeciones de sus principales opositores: los cristianos que no reconocen plenamente la obra salvadora de Dios hecho hombre. En realidad, las objeciones no son muy fuertes que se diga: está muy claro cuál sea la Voluntad del Salvador, en cuanto al establecimiento de su Sacramento de salvación, su Esposa y Cuerpo Místico, de naturaleza universal, mediadora de la gracia y la salvación, administradora de los sacramentos, por los que se da realmente la gracia, que perdona los pecados, que cura de sus consecuencias, que nos eleva y nos da vida de Dios, el ser hijos suyos, realmente hijos, por adopción, participantes de la única Filiación divina por naturaleza de Cristo, que nos abre las puertas del Cielo. Está muy claro que Ella es universal, que, si no hubiera iglesias particulares, pero sí cristianos, un solo cristiano, habría Iglesia universal. Está muy claro que, en Ella, hay servicios, sacerdocio ministerial, para administrar los misterios del Señor, en especial, la Penitencia, la Eucaristía, la Conformación y, de manera principal, el Bautismo y la Unción de los Enfermos. Que ese sacerdocio tiene una plenitud en el episcopado, que lo obispos son tales, legítimamente, en comunión con su Cabeza visible, el Vicario, el Pastor Vicario, sucesor de Pedro, en la Sede de su martirio, el Papa, obispo de Roma, pastor universal. Es claro que el Papa tiene una autoridad de jurisdicción, que es un servicio de unidad en la Fe, en la moral, en la disciplina; esto es, también, Voluntad de Cristo, de modo que el Papa puede juzgar a todos y a él no lo juzga nadie; y eso es una nota constitutiva de la Iglesia y de su catolicidad, como lo es la infalibilidad del Papa, asistido por el Espíritu, en esas materias sobre las que recae su servicio de unidad y en cuanto titular de la Cátedra del apóstol. Es nula la pretensión del Patriarcado de Constantinopla a equipararse de alguna manera al Papa, como lo es la del Patriarca de Moscú: estas sedes son tardías y no se basan ni en principio apostólico alguno ni, por tanto, en la autoridad del Mesías, sino, más bien, en fábulas y en la incomprensión del mensaje evangélico y su relación con principios mundanos como el ser sede imperial. Todo esto fue reconocido ampliamente por los apóstoles y los padres de la Iglesia, de manera casi unánime, en muchos casos muy impresionantes (como el de San Ireneo y una pléyade adicional), se apoyaron en el principio apostólico contra la herejía. Además, dada la Voluntad de Cristo sobre el carácter indeclinable de la Iglesia, el servicio petrino no decae, es indefectible, durará hasta el fin de los tiempos, hasta la Segunda Venida de Cristo.
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Luego de estos tres artículos sobre el primado de Pedro, sobre su institución por parte de Jesús, sobre su historia, en los primeros tiempos de la Iglesia y hasta el momento del cisma de los así llamados ‘ortodoxos’, sobre las objeciones más importantes que se hacen al mismo, queda completamente en pie el Primado, el principio apostólico. Es algo que no puede esquivar un cristiano; algo que no puede esquivar ningún hombre, pues la salvación del mundo es Cristo, que vino para todos, y nos dejó a la Iglesia, con el Papa como su Cabeza Vicaria. Completamente demostrado que esto es así, no queda más que convertirse y luchar por vivir en la fidelidad al Salvador, en su Iglesia. Dados los huracanes que hoy la azotan y parecen hacerla zozobrar, la fidelidad hoy reclama una gran firmeza, firmeza doctrinal y virtud. Dios se ha dado a probarnos con extraños giros de los eventos, con cosas como la mentada Relatio post Disceptationem del Sínodo extraordinario de los obispos, el peor documento en la historia de la Iglesia, elaborado por los hombres más malos que alguna vez hayan estado en su jerarquía, traidores e infiltrados que han tenido un éxito asombroso (http://eticacasanova.org/2014/10/01/alerta-solicita-al-papa-la-excomunion-de-los-pastores-traidores/, http://eticacasanova.org/2014/09/22/el-sinodo-de-los-obispos-catolicos-de-kasper-la-tormenta-se-asoma-en-el-horizonte/, http://eticacasanova.org/2014/10/09/tirania-informativa-y-traicion-a-la-iglesia-el-curso-del-sinodo/, http://eticacasanova.org/2014/10/12/la-tirania-informativa-va-hasta-las-ultimas-consecuencias/, http://eticacasanova.org/2014/10/13/lo-hicieron-fue-wuerl-ahora-la-homosexualidad-es-un-don/, http://eticacasanova.org/2014/10/16/el-sinodo-de-la-tirania-mundial/); y, lo peor, han sido puestos allí por la persona que hoy por hoy ocupa la Sede apostólica, que parece vivir embarcado en un continuo reto a Dios mismo. Hay que rezar por Francisco; pero, mientras tanto, hay que vivir en una heroica confianza en el Todopoderoso, Creador y Salvador; y hay que vivir en pie de lucha con un mal que parece tragarse a la Iglesia, pues parece tragarse a toda la humanidad, una tiranía de las más vastas proporciones y del más corrupto mal. Se trata de la revolución, de nuestra revolución, la enemiga mortal, dentro y fuera de la Iglesia, pareciendo imponer los parámetros de su teología civil al planeta entero. Es el momento de la fidelidad, de la fidelidad, de la virtud, de la formación personal, es el momento de confiar en Dios, aunque no entendamos, hoy más que nunca. Es un momento de lucha, de rebelión, no contra la Iglesia, sino contra el gobierno revolucionario del mundo, contra la contra-iglesia. Así es la rebelión de hoy, nunca contra la Iglesia, aunque sea contra los que, desde adentro, la quieren destruir. Así es la rebelión; pero es necesaria. REBELIÓN, REBELIÓN, ESTAMOS LLAMADOS A LA REBELIÓN, POR LA IGLESIA, POR CRISTO, POR EL BIEN, TENEMOS QUE LANZARNOS CON TODO A LA REBELIÓN, A LA REBELIÓN DE LA ESENCIA…
