En un colegio católico, le dije a un muchacho: “canta el himno nacional”, y se lanzó: “ooh, say, can you see?”; le dije que cantara el Gloria al bravo pueblo y me respondió: “¡qué raya!”
Don Mario Briceño-Iragorry escribió La traición de los mejores, sobre las manipulaciones egoístas de los venezolanos con mayores dones de la Fortuna, de la oligarquía caraqueña y valenciana, que se arrimaron siempre al poder, que beneficiaron al tirano, al hombre fuerte que se asomaba en el horizonte, para moverlo hacia sus propios fines. Nuestro más grande intelectual del siglo XX (muy posiblemente, segundo sólo de Bello, en la totalidad de nuestra historia), nuestro más grande historiador, asegura que eso se manifestó desde los tiempos de Páez, hasta el día en que escribió tal obra, pasando por los intelectuales positivistas y los potentados de la primera parte del siglo XX, lisonjeros de Castro y Gómez. Hoy hay que dirigirse a otro fenómeno, uno de no menor importancia, sobre todo en la Venezuela petrolera, en la que se abrió una brecha inmensa para que millones alcanzaran en oportunidad de crecimiento personal a aquellos pseudo-aristócratas de antaño (aristos, significa ‘mejor’, en superlativo, y ésos no califican para el título). La claudicación de la clase media es un nuevo aspecto del drama nacional.
En otras ocasiones, he hablado de los otros dos rasgos más devastadores: la marginalidad cultural ilustrada (cáncer que invade, hoy por hoy, a todo el cuerpo social y que se erige como epidemia mundial) y, peor aún, la ceguera de los responsables frente a esta catástrofe humanitaria, vergüenzas para la especie humana.
La claudicación de la clase media. La misma, que yo sepa, ha tenido una violenta mutación; o, más bien, la cepa original ha crecido y tomado rasgos que no eran evidentes o necesarios en su etapa incipiente. En los años 70, con los orígenes de Fundayacucho, la claudicación era un asunto de talleres de orientación sobre vocación profesional. No hubo gente de clase media que tomara la senda de las carreras sacrificadas y que constituyen apostolados, religiosos o civiles. Los jóvenes de clase media, en la época de la hecatombe hippie, se mandaron más por el lado de la búsqueda del dinero fácil, de las carreras en las que “hubiere”, las que fueran puentes de fortuna. La deserción fue, a todo efecto relevante, total. Ya no hubo curas, militares, maestros, funcionarios públicos, jueces, provenientes de sus filas. Apenas los médicos, obligados por el “rural” de ley, ejercían un servicio “desinteresado” a su patria. Las consecuencias no son de menor alcance. Esos puestos quedaron desiertos, sólo los peores promedios del bachillerato terminaban, por ejemplo, en las aulas de las escuelas de educación; sólo gente (de valor, sin duda) procedente de estratos bajos, escapando de la marginalidad, llegaban a esas posiciones, muchas veces, provenientes de establecimientos educativos públicos, deficientes, que no tenían la calidad de los privados, en especial, de los mantenidos por órdenes religiosas. Quizás, la ola de modernismo en la Iglesia haya tenido alguna influencia, ya los curas no estaban transmitiendo el amor cristiano con vocación de servicio hasta el martirio, sino, tal vez, alguna versión de Freud, mezclado con Marx, Heidegger y algún hijo de Comte. Pero eso no puede ser todo, pues, en otros países, la Iglesia recibió los mismos embates y la gente no abandonó a su patria de manera tan cruel: los nuestros estaban ahí, sólo porque había oportunidades infinitas de hacerse millonario, sin muchos inconvenientes. De ahí a la corrupción, el paso era corto. Pero de eso se tiene que hablar más tarde.
Ahora importa ver varias consecuencias terribles de que no hubiera “mezcla de sangre” en los semilleros y en los cauces de las carreras de servicio. Para empezar, no se dio el cruce entre gentes de diferente proveniencia de los estratos del país, lo que produjo que los que venían de ambientes más refinados, con familias más diáfanamente constituidas, más estables y MONÓGAMAS, no se encontraran con los menos afortunados y, por tanto, no les transmitieran estos rasgos que son mucho más comunes en la clase media y, por ello, dan más estabilidad a comunidades en la que ésta está más consolidada y extendida. Además, la solidaridad social se vio fuertemente afectada: las clases dejaron de codearse unas con otras (en especial, de nuevo, como solidarias del destino nacional, en el servicio desinteresado): los afortunados se quedaron en sus torres de marfil y vieron desde ahí a los pobres, que devolvían miradas contrarias… Todo esto, sin dudas, redundó en una violenta caída de la calidad de los servicios públicos en el país (a pesar de que, al mismo tiempo, hubo mejoras muy importantes, provenientes de fuertes inversiones en tecnología, que aumentaban la capacidad de los servicios de electricidad, aguas servidas, carreteras y telecomunicaciones). En la educación pública esta caída de la calidad monta al nivel de catástrofe: en 1987, mi liceo público (el Juan de Escalona de El Hatillo) se fue al paro, por las terribles deficiencias de la planta física, mientras la construcción de la sede nueva tenía años detenida, se nos dijo que se retomaría la construcción (lo que se cumplió y, en tres meses, estábamos mudados), pero que debíamos volver, mientras tanto, a las aulas, pues ¡¡¡en el estado Miranda, solamente, había 300 establecimientos en peores condiciones!!!: ¡¡¡ahí eran insufribles, se los garantizo, yo era el presidente del Centro de Estudiantes que llamó al paro!!! En Caracas, había una cantidad inmensa de instituciones, literalmente, en el ÚLTIMO ESTADO. Y, lo peor, la mayoría de los profesores (con honrosas excepciones) eran marginales e irresponsables que dejaban mucho que desear (lo digo con dolor, les agradezco lo que hicieron por mí y mis amigos, pero sus deficiencias eran patentes)… La racionalidad que se adquiere en familias constituidas y en una buena educación estaba bastante perdida en el área de los servicios públicos y las profesiones de servicio; y, finalmente, esto fue un factor, seguramente no el más importante, pero sí muy fuerte, para el auge asombroso que tomó la corrupción, desde los años 70.
Por otra parte, dado que un elemento importante de este cuadro procede de un materialismo moral egoísta, se dieron otras consecuencias. En Venezuela, todo el mundo se infectó del virus, incluso los pobres; se empezó a juzgar, como nunca, de acuerdo a la posesión de dinero. Lo que trae, como siempre, el desprecio de los que tienen a los que no tienen y el pago de resentimiento, en vector de igual magnitud y dirección, aunque de sentido contrario… Y, de nuevo, las velas de la corrupción consiguieron viento que les soplara…
Mientras Venezuela era la república saudita de la Perla del Adriático o pequeña Venecia del Caribe o Venezuela Saudita, los problemas no eran tan visibles y el desprecio no causaba tanto dolor: ¿qué importaba, si todos podíamos ir a Miami a cada rato? Pero, como dice Tolkien, llegó la enfermedad y, cuando llega la enfermedad, atrás sigue la desgracia: el Viernes Negro, febrero de 1983 y toda la tragedia de RECADI y el “mejor financiamiento del mundo”, con barragana y traición a la patria incluida; luego las cartas de crédito que Carlos Andrés desconoció, los ricos se vengaron, Fidel lanzó su ataque final contra el país: Chávez (quien, por ahora, sólo tuvo efecto de ácido, en pequeñas dosis, faltaba un rato para que se convirtiera en bola demoledora y embalses titánicos de ácido sulfúrico). Llegaron la crisis bancaria de CAP-Velázquez-Caldera y la OTAC.
Es en esta última época que se dio algo muy singular, un logro de nuestro país, algo tan único como el Zarizariñama: la admirable proliferación de un espécimen muy peculiar d
e nuestra zoología: el veneinglés, el venezolano que cree que él sería, que existiría, pero sería mejor, si nuestra tierra no fuera un país hispano, sino inglesiano (no es lo mismo inglés que inglesiano: EUA es hijo inglés, Myanmar es inglesiano y, al buen entendedor, pocas palabras): en el colmo de la estulticia, se suicidan, creyendo que eso es una revivificación. Es como si yo creyera que más me valdría no haber existido, sino que hubiera dos de mi vecino que me gana peleando, porque yo quisiera saber karate como él, como si eso fuera la medida de la humanidad; y todo esto en la creencia absurda de que ese clon del vecino sería yo… Eso es un veneinglés: amante del capitalismo terrible, materialista bravo, con gusto fuerte por lo plástico, avaro con agallas hinchadas, apátrida por vocación. Un veneinglés es un hijo, sea biológico o espiritual, de uno de ésos que, en los 70, usaron a Fundayacucho para ir a cualquier college gringo a hacer un MBA (em-bi-ei); de uno de esos “cochinos” (cfr. Mt. VII,6) que, a finales de los 70 y principios de los 80, iban a Europa como nuevos ricos y se traían, no las experiencias culturales, no a Notre Dame de París o al Escorial, sino 20 maletas llenas de ropa y demás baratijas. El veneinglés es uno de ésos que, en los 90, soñaba con ser un Gordon Gecko o un Buddy Fox sin conciencia, caminando por El Rosal, con celulares más grandes que ellos, con fluses más caros que ellos, soñando con hacer una gran transacción en dólares, burlando el control de cambio…
Así, la crema y nata del país, la gente que pudo sacarlo a las galaxias y más allá, al mismísimo cielo de Dios creador, se dedicó a ver cómo hacía para mostrar que ellos eran mejores que el país que los formó y les dio todas las oportunidades. El asunto es cómo es que, en Venezuela, se da este fenómeno. En República Dominicana, una persona de clase media es un dominicano orgulloso, quizás avaro, quizás moralmente materialista, quizás progresista, pero no “dominicainglés”. Un chileno sería capaz de caerte a batazos, si le sugirieras algún menoscabo del gentilicio. ¿Qué pasa, son República Dominicana o Chile más que Venezuela? Tendrán sus cosas mejores y sus cosas peores, pero eso es completamente impertinente. Uno ha visto –y se ha desternillado de la risa al ver– a un chileno jactándose de que Chile es una potencia mundial, de tener entre sus montañas al Everest, de ser el hogar de Doritos o de Subway (el restaurant de comida rápida). No es burla ni invento, es verdad y seria y que muestra que la estima del propio ser no depende de ser mejor o peor, sino de aceptar al propio ser, punto.
Entonces, de nuevo, ¿qué pasó? Para empezar, en Chile, Colombia, Perú, República Dominicana o Argentina no hubo un Chávez del siglo XIX, no hubo un Antonio Guzmán Blanco, con su descomunal egolatría, entreguismo intelectual-progresismo, odio al país cristiano hasta la persecución abierta, destrucción de todo en su favor y el de su camarilla (mientras no cayeran en desgracia, pues podía hasta destruir a su padre, mentor y primer impulsor), ánimo traidor. Guzmán Jr. delineó a la sociedad criolla y le imprimió su impronta, la impronta del Ilustre Americano, “que fue a París a vivir; y empobrece el soldado a quedar”. Con semejante impronta, no se espante nadie de tanto apátrida criollo (empezando por su admirador Chávez y su camarilla de venecubanos)… Guzmán dirigió por mampuesto: Ernst y Villavicencio, a la universidad venezolana, salvo la heroica de Mérida, con su rector Parra Olmedo. Guzmán, protototalitario, impuso progresismo, materialismo, positivismo y evolucionismo en el pensamiento del país. Y Guzmán, mientras destrozaba las empresas de integración étnico-racial y crecimiento económico asombrosas, llamadas “pueblos de misión”, mientras acababa regímenes de propiedad que habían crecido de las condiciones verdaderas de la nación, adoptaba el código napoleónico (para el progreso, tú sabes), y establecía un descomunal latifundio, en sus manos y las de sus amigos, lanzando a la más arrasadora miseria a las masas de campesinos menos que medianamente occidentalizadas, integradas cultural y económicamente a la sociedad republicana. Luego entraron, con progreso y todo, los materialismos “internacionalistas” capitalista y marxista (y otros modernismos), para la comprensión del hombre y la política. Y, en su desproporción respecto de la cultura nacional, hicieron que los intelectuales asumieran posturas esnobistas, despreciativas del gentilicio, “abstractas”, de fuerte entreguismo intelectual. Esto creció sin contendiente, sin obstáculos, de manera general, casi universal, y formó a ocho generaciones de venezolanos. Hace tres o cuatro generaciones, Don Mario Briceño-Iragorry lo advertía, en un Mensaje sin Destino. Bello vacunaba a Chile contra algo similar, el 17 de septiembre de 1843, en su discurso de inauguración de la Universidad de Chile. Todas estas generaciones, todos estos avatares encontraron al mundialismo marxista-tropical de Chávez, corolario obligado de nuestro entreguismo y nuestro autodesprecio, unido a esa que Don Mario señaló, a la que aludimos al principio de este artículo: la traición de los mejores: pero Chávez no mordió el anzuelo, tenía a Fidel, a Marx y la experiencia de Gómez como vacunas infalible contra los virus de las lisonjas oligárquicas de los vivos-sanguijuelas del poder. Los ricos lo llevaron, para nada, pues no lo compraron. Él fue corolario porque, si “todo es una basura, nada sirve para nada, nada vale nada, Venezuela es una porquería, yo no me merezco esta pocilga”, entonces, el que dijo “yo la voy a pulverizar”, tenía que terminar con el poder. Considerado así, ¿alguien puede extrañarse? Un saludo a mis amigos, los medios de comunicación…
La tragedia chavista es impresionante. Es un arrase que debe poder parangonarse a las peores en la humanidad toda, lo digo con toda responsabilidad: las 4,5 millones de hectáreas de tierra productiva confiscadas y convertidas en tierra arrasada tienen que estar a la par de los trabajos de Stalin y Kaganovich contra los kulaks de Ucrania y ésta tuvo como resultado el asesinato de más de 10 millones de personas, en tres años. La única razón por la que Venezuela no ha tenido una mortandad tal se llama petróleo; pero nadie ha garantizado todavía que no estemos por ver una conflagración de dimensiones proporcionales. Eso es un punto y el tema da para una biblioteca. Sirva apenas de muestra. En estas circunstancias, un país que es entregado pacíficamente a otros, a otros países con miserias apocalípticas, se convierte en repelente de patriotas y desarraigados. Y la gente tuvo que salir corriendo, corriendo por sus vidas. Ahí corrimos muchos por nuestras vidas… pero, también, al menos yo, por el alma de nuestros hijos: “a mis chamitos no les van a enseñar que Marx es Dios padre, Lenin Dios hijo y Mao Dios espíritu santo, etc.”. Y los veneingleses llegaron, en masa, a su paraíso.
Pero todo esto tiene un remate, un movimiento espiritual, una enfermedad de ésas de hoy, cuando se va batiendo, día a día, todos los records mundiales de estulticia: los veneingleses, juntamente con el resto del mundo occidental, están afectados de posmodernismo: la desilusión modernista, respecto de las promesas de la modernidad; el colmo nihilista del gnosticismo antropoteísta ateo de la voluntad de poder progresista, es decir, de la modernidad. Ahora la gente cree definirse sin referencias a la biología, la biografía, la historia patria, la patria, la familia, Dios o ningún otro respecto, fuera de la propia voluntad: es un borreguismo de los que creen que ellos son plastilina original y autoformadora, en la nada; una total comunidad en una única idea, a saber, la de los que dicen que cada mente se forma de manera “subjetiva”. Y con ellos, sus relaciones. En este cuadro, la patria queda en una situación muy comprometida: la patria de cualquiera, para seguir con el ejemplo, de los patriotas y, muchas veces, rayanos en el exceso nacionalista chilenos. ¿Qué será de los veneingleses? Y, así, ¿qué será de Venezuela? Estos despreciadores del esfuerzo por la patria, que llegaron a despreciar a la patria y a los pobres de la patria, que quisieron hacerse ingleses, que creen, ahora, que ellos se autodefinen, que son moralmente materialistas, frívolos y superficiales, que no luchan por nada que no sea el bienestar, entendido como confort (in english, please), están en una coyuntura. Tienen que definirse. Que nadie se espante, se definirán. Venezuela, adiós; estamos a la inversa que Gustavo Rodríguez, en aquella película sobre el Viernes Negro, Adiós Miami. Venezuela será abandonada por muchos, vecinos de los cubanos mayameros que, en 55 años, no han abandonado a Cuba y cantan: “la Tierra te duele, la tierra te da, en medio del alma cuando tú no estás. La tierra donde naciste no la puedes olvidar, porque tienes tus raíces y lo que dejas atrás”. Ellos, a lo mejor, por allá, cantarán cosas así… si ven ahí un buen negocio, ¿una cadena de areperas? De resto, Venezuela, serás abandonada. Venezuela, abandona tus esperanzas, ya no eres mina de oro. Ellos se autodefinirán. Los veneingleses, en un fiat de su voluntad todopoderosa, ya no serán veneingleses. Quitarán a VENE residuo de ese pasado que desprecian… y creerán, no que no perdieron nada, sino que, por fin, colmaron su talla, su estatura. La medida de su maldad… La claudicación completa, total y absoluta de la clase que una vez fue nuestra clase media…
